LA DELINCUENCIA ORGANIZADA QUE NO QUIEREN O NO SABEN ENFRENTAR

Por Francisco Rivas

La cara más conocida y visible de la operación de grupos de delincuencia organizada es la de la siembra, trasiego y venta de drogas.

Sin embargo, los delitos que cometen los grupos de delincuencia organizada incluyen muchas otras actividades como el secuestro; las extorsiones presenciales, telefónicas y cibernéticas; el robo de hidrocarburo; la tala clandestina de árboles; la minería abusiva; el tráfico de especies protegidas; el control de los penales; la recolección de basura; la trata y el tráfico de personas; la piratería; el contrabando; la falsificación de documentos y un sin fin de otros delitos que incluyen el blanqueo de activos y los delitos electrónicos.

La delincuencia organizada ha generado un costo importante para la imagen del país, para el desarrollo sustentable, para la inversión del Estado y de la iniciativa privada en sectores estratégicos y por ende del bienestar de individuos y poblaciones completas.

Los grupos delictivos han costado vidas, han impulsado a desplazamientos forzados, han inhibido la prosperidad del país.

El efecto más evidente ha sido el crecimiento de la tasa de homicidios dolosos, homicidios múltiples y ejecuciones.

Desde el inicio de la mal llamada guerra contra el narcotráfico, a nivel nacional la tasa de casos de muertes intencionales creció de 9.34 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes a 19.37 en 2011, a 24.04 en 2018, 24.14 en 2019 y a 23.05 en 2020.

El alivio de un comportamiento a la baja de 2012 a 2014 -cuando tocamos la tasa de 12.96 casos de este delito- fue seguido por el mayor aceleramiento registrado con anterioridad entre 2015 y 2018 y a un sucesivo estancamiento en su punto más alto en los últimos dos años y los primeros dos meses de este 2021

Lo que para algunos podría parecer un dato alentador, una reducción del 3.07% de casos de homicidio doloso entre 2019 y 2020 y que los lleva a afirmar que las cosas van mejorando; asume una dimensión menos favorable si se mira el número de víctimas por cada caso -hay que recordar que una carpeta de investigación, un caso, puede incluir desde 1, 2, 10, 1000, hasta un número infinito de víctimas- ocurridas en el último año.

Si se compara la tasa de víctimas de 2019 contra las de 2020 la reducción es apenas del 1%, un decrecimiento marginal que sucedió en el contexto de un confinamiento social debido a la pandemia por COVID 19 -que produjo una disminución de delitos comunes-, del año con la mayor cantidad de personas desaparecidas de la historia de nuestro país, más de 15 mil casos y que es el año donde por cada homicidio doloso tuvimos la mayor cantidad de víctimas.

Si en 2018 por cada caso de homicidio doloso hubo 1.156 víctimas, en 2019 la relación fue de 1.172 y en 2020 de 1.193.

Las cosas no van mejorando, de hecho siguen empeorando por un sin fin de errores que la pasada administración tuvo -mal diagnóstico, mal proyecto y mala ejecución- y que la actual administración ha mantenido y empeorado.

Desde la campaña presidencial de 2018 y en lo que va del sexenio ha quedado impreso en manifiestos de campaña, declaraciones a medios e incluso en planes de gobierno la ausencia de una estrategia clara, definida y que pueda ser evaluada objetivamente en materia de seguridad y justicia.

Si partimos de la creación de la Guardia Nacional como elemento clave para la disuasión de delitos y la reacción ante ellos; a las políticas sociales de transmisión directa de recursos federales para que funjan como programas de prevención del delito; las contrarreformas en materia de justicia; los recortes presupuestales sin criterio; hasta el combate a la corrupción, pasando por el rol del Estado frente a la operación criminal de grupos de delincuencia organizada, la constante en las políticas de seguridad y justicia es la sobre simplificación del problema, la ingenuidad con la que se busca responder a los retos de seguridad, la falta de recursos, la politización de las acciones y la contradicción e incoherencias entre las varias políticas públicas.

En particular es imposible saber qué pretende el actual gobierno para frenar el poder y crecimiento de los grupos delictivos.

Mientras que el presidente ha hablado de abrazos y no balazos, que los narcotraficantes también son pueblo bueno, lanzó una guerra contra el huachicol con el mismo diseño de la guerra contra el narco de 2006.

Dicha guerra contra el huachicol produjo tanto la escasez de gasolina, como daños económicos a individuos, comunidades y empresas, el aumento de la violencia en Guanajuato, Puebla, Hidalgo y Querétaro, la migración de pequeñas bandas que se dedicaban a este delito y a otros como el secuestro, extorsión y robo a transportistas.

Si la premisa del gobierno era que “el fuego no se apaga con el fuego”, es decir, la falta de confrontación con la delincuencia organizada tendría un efecto benéfico en los índices de violencia, 2019 y 2020 han sido los años más violentos de la historia, pese a que fueron los años con los menores decomisos de droga, detenciones y sentencias condenatorias de las últimas dos décadas

Además, sigue creciendo la extorsión presencial -también conocido como “derecho de piso”- y la extorsión cibernética -robo de bases de datos, hackeos y ataque al funcionamiento de las empresas- para todo el sector empresarial, pequeñas actividades comerciales, distribuidores, como grandes transnacionales, con costos enormes que nadie aún ha contabilizado.

Urge que el gobierno federal deje las excusas, trabaje de la mano con los otros niveles de gobierno, con otros países y proponga acciones serias que puedan ser medidas y evaluadas objetivamente.

Los abrazos, la retórica y la inacción no están funcionando y la evidencia es que cada 25 minutos muere una persona en México a manos de esa misma delincuencia organizada que el gobierno no quiere o no sabe enfrentar.

 

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