EL COVID-19 NO SOLO DAÑA LA SALUD FÍSICA, AFECTA NUESTRAS EMOCIONES Y RELACIONES CON LA GENTE

Los síntomas más frecuentes y observados en contexto clínico dentro de la pandemia son irritabilidad y rabia. Estas son las causas.

Marisa tiene 47 años y acude a consulta debido al rechazo cada vez más prolongado y generalizado que siente hacia los demás. El motivo principal es el miedo a contagiarse. De hecho, no confía en nadie porque cree que la gente no cumple las medidas de protección contra COVID-19. Piensa que la gran mayoría de personas son irresponsables y no tienen conciencia de la gravedad de la situación. Además, se siente irritada y le cuesta desconectar.

Está agobiada porque no sabe cómo dejar de analizar el comportamiento de los demás, lo que la vuelve obsesiva y limita sus quehaceres diarios. Quisiera perder el miedo que siente ante las otras personas y dejar de juzgarlas.

Quienes estamos trabajando en la atención psicoterapéutica durante estos meses nos hemos familiarizado con casos como el descrito. No hay duda sobre la urgencia sanitaria que plantea la pandemia y la necesidad de concentrar los esfuerzos en afrontar los riesgos y el tratamiento de esta enfermedad. Sin embargo, sería un grave error descuidar otro aspecto: el que repercute en la salud mental.

Un reciente artículo presentaba una revisión sistemática de 62 estudios publicados en los últimos meses sobre este asunto. El meta análisis revela que 33 por ciento de los casos presentaban síntomas de ansiedad y depresión, índices que se agravan mucho en las personas más vulnerables.

Convendría analizar los factores que desencadenan dichos síntomas. Por ejemplo, el alarmismo ambiental, la política informativa, los rumores y la incapacidad de transmitir mensajes más positivos y esperanzadores. Queremos señalar otro efecto negativo, a menudo descuidado en los estudios publicados: el que afecta a las relaciones interpersonales y a la percepción de los otros.

En el contexto clínico se han observado varios síntomas relacionados con esta pandemia. La información recogida a través de autoinformes y entrevistas psicológicas refleja a menudo cambios comportamentales en las relaciones entre personas, sobre todo, el cambio en la percepción de los otros. El posible detonante es el incumplimiento del protocolo de medidas para prevenir la transmisión de la enfermedad.

En bastantes casos se observa una tendencia a estigmatizar, percibir e interpretar de forma negativa a los demás. Comportamientos que no se ajustan a los protocolos, como por ejemplo no cumplir la distancia social, o no llevar cubrebocas, pueden desencadenar conflictos y enfrentamientos, además de una actitud generalizada de sospecha hacia el resto.

Los síntomas más frecuentes y observados en contexto clínico son irritabilidad y rabia. Estos son a menudo una reacción ante aquellos que no se confinan de forma voluntaria, que practican ciertas actividades de ocio y se relacionan socialmente con demasiada desenvoltura.

Estos síntomas se asocian con la ansiedad por la incertidumbre ante el futuro y el posible confinamiento. También por la sobreinformación alarmista y la falta de información fiable. También se observan en la praxis clínica bajos niveles de concentración, cansancio, embotamiento mental y, sobre todo, altos niveles de estrés.

Es preocupante que los protocolos en nuestro país impongan normas de distancia social que a menudo provocan cuadros de ansiedad cuando evitamos acercarnos demasiado a otras personas.

Además, la percepción en otros de determinados síntomas –como es el caso de un resfriado– activa ciertas alarmas y sentimientos de discriminación para sortear todo contacto.

Lo mismo ocurre cuando se sospecha de alguien que ha registrado una PCR positiva, aunque haya superado la enfermedad o no la haya padecido. En general, se rechaza todo contacto y relación.

Asistimos a un nuevo ambiente dominado por la sensación de tener algo pendiente constantemente, ya que aún no se han adquirido los nuevos hábitos que marcan las medidas protocolarias.

Para muchos, en este nuevo contexto, salir a la calle, aunque sea por necesidad (ir al trabajo, a comprar alimentos) implica cierto grado de estrés, agobio, agotamiento e irritabilidad, pues cada salida requiere altos niveles de concentración para no romper ninguna de las nuevas normas establecidas. A todo esto se suma el riesgo de contagio.

Lo peor, desde nuestro punto de vista, es que la situación actual aboca a una mentalidad desconfiada y de temor ante los demás. Esto dificulta mucho las relaciones personales, bloquea los circuitos afectivos y la empatía, y hace cada vez más difícil la comunicación.

Si la salud mental depende en buena medida de la calidad de nuestras relaciones y de los afectos vividos, entonces hay que preocuparse por una fractura social de gran envergadura, que se vive en el nivel de la intimidad –incluso familiar– y el sentido del otro no como amenaza, sino como ayuda y complemento.

La crisis sanitaria que vivimos es también social y sistémica, y repercute de forma aguda en la salud mental de muchas personas. Afrontarlo exige medidas que van más allá de la terapia individual. Un buen tratamiento requiere un enfoque global del problema, empezando por las tendencias culturales que propician las actitudes relacionales negativas.

Está bastante claro que se ha instalado un ambiente alarmista que no favorece la salud mental, sobre todo de los más vulnerables. A menudo, las noticias tienen un sesgo muy negativo.

Centrándonos ahora en la intervención psicológica, conviene plantearla a tres niveles: emocional, cognitivo y conductual. Lo que se expone a continuación es una orientación desde la psicología positiva para mantener y optimizar el bienestar psicológico.

A nivel emocional, es necesario reforzar la empatía como recurso imprescindible en las relaciones entre las personas. Debemos tratar de ponernos en el lugar del otro, y saber que podemos experimentar vivencias similares a las suyas, así como fortalecer el interés por los demás, para construir relaciones y asegurar un clima afectivo positivo y relaciones duraderas.

Esta actitud implica una disciplina que renuncia a juzgar a los demás, e invita a explorar otras posibilidades para permitir adaptarnos a un futuro contexto nuevo.

A nivel cognitivo, es importante estimular nuestra atención, concentración, memoria, escritura y lectura. Ya que el menor tiempo que pasamos fuera puede reducir nuestros niveles de concentración. Posiblemente sean de ayuda ejercicios de concentración y de toma de conciencia. También la observación de todo aquello que nuestro entorno natural nos brinda, y la estimulación de los sentidos primarios.

A nivel de actitudes, es importante la exposición a las sensaciones incómodas, por períodos breves y de forma paulatina. Conviene aprender que las sensaciones incómodas y negativas que experimentamos son reacciones naturales de nuestro cuerpo ante dicha situación y producen estrés.

Debemos tomar conciencia de que nuestro cuerpo está preparado para experimentar estrés en muchas ocasiones, puede soportarlo sin provocar otra sensación de intensidad superior.

Para ello es importante incrementar las conductas que ayudan a pensar e interpretar mejor lo que nos rodea, con el objetivo de cuidarnos y protegernos.

Estas actitudes se nutren de actividades que aporten bienestar (leer un libro, sentir el cuerpo relajado, o preparar una buena comida). En segundo lugar, conviene practicar la paciencia, saber esperar y dejar tiempo para que las sensaciones incómodas pasen, no luchar contra ellas, ni huir, sino aceptarlas y saber convivir con ellas.

En estos momentos es importante en nuestra vida cotidiana asumir varios puntos de vista en toda su amplitud, y comprender el filtro mental que a menudo aplicamos para interpretar la realidad, así como buscar la mayor apertura mental. La psicología cognitiva ha avanzado mucho estos años en la comprensión de los sesgos que determinan nuestras creencias y formas de entender la realidad, lo que juega un papel central en las actitudes y decisiones.

Sería conveniente revisar los sesgos que imponemos, a menudo de forma inconsciente, al observar la realidad y a los otros, para poder percibir la parte positiva y superar las visiones negativas que hacen de los otros sólo una amenaza y un factor de riesgo.

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